A pesar de su juventud, Lilith había nacido con un don...

A pesar de su juventud, Lilith había nacido con un don que muchos consideraban una maldición, uno que los hombres temían y las sombras reverenciaban. Desde su infancia, su alma parecía estar marcada por algo más allá de este mundo, una conexión oscura con fuerzas que sus ojos inocentes aún no podían comprender. La Ouija no era un simple juguete de espíritus traviesos; era el umbral a un abismo profundo, donde se tejían secretos que los vivos nunca debían conocer.
Cada noche, antes de invocar lo desconocido, Lilith realizaba rituales en completo silencio. Sus dedos dibujaban símbolos arcanos en el aire, y el fuego de las velas negras parpadeaba como si respondiera a sus invocaciones. El aire se cargaba con el aroma acre de resinas quemadas, un olor que presagiaba la llegada de algo antiguo y siniestro. Solo unos pocos, los desesperados o los insensatos, se atrevían a presenciar lo que sucedía cuando sus manos tocaban la tabla.
El puntero comenzaba a moverse, no por la fuerza de sus dedos, sino por una voluntad ajena, una fuerza que respondía a sus llamados. Las sombras que emergían no traían consuelo ni respuestas tranquilizadoras. Traían horrores, revelaciones que desgarraban la mente y pesadillas que se arrastraban a la realidad.
Lilith no temía. Ella era el conducto entre este mundo y el otro, la médium elegida por entidades que carecían de piedad. Sabía que lo que invocaba no siempre volvía al abismo en paz, y que aquellos que cruzaban el umbral quedaban marcados de alguna manera. Pero no importaba. Ella aceptaba su destino con una calma inquietante, como alguien que ya había sido arrastrado por las profundidades y solo aguardaba el momento de ser devorada por completo.