Como cada maldita noche, Alde recorría los pasillos del viejo edificio con una mezcla de rutina y miedo petrificado. Se aseguraba, con manos temblorosas, de que cada una de las puertas chirriantes estuviera cerrada, sellando tras de sí un silencio de ultratumba. Más de una década trabajando en aquel oscuro lugar, pero ni la costumbre ni la experiencia lograban domar ese nudo helado en su pecho cuando el eco de una puerta cerrándose a sus espaldas, resonaba como un portazo en su alma.
Aquella noche, se sentía distinta. La morgue estaba más pesada, como si el aire mismo estuviera putrefacto y vivo. Esa mañana habían traído un cuerpo recién sacado de un infierno aún más oscuro: el cadáver pestilente de un asesino serial. No cualquier asesino; un monstruo que había destrozado cuerpos con una brutalidad que rozaba lo ritual, y que ahora, con su carne en descomposición, parecía esperar algo.
Con una linterna que apenas atravesaba la negrura, Alde bajó a las cámaras. La escalera de hierro oxidado crujió bajo su peso como una sentencia. Al llegar, la luz parpadeante de los fluorescentes hacía que las sombras se retorcieran, como si respiraran y susurraran secretos olvidados.
El cuerpo estaba allí, se podían ver sus pies, de uno de ellos colgaba una etiqueta sin registro alguno, envuelto en un sudario blanco, hinchado y deformado, exudando un olor que quemaba sus fosas nasales. El pestilente olor a muerte, putrefacción y algo más... algo corrosivo, casi ácido.
Alde se acercó temblando, su aliento era un vapor helado que se condensaba en la oscuridad. De repente, una mano, delgada como un esqueleto pero cubierta de carne necrosada, emergió como un espectro grotesco.
Un jadeo húmedo y rasposo salió de la bolsa, una voz farfullante que se arrastraba por sus oídos:
— No me olvides... no me dejes ir...
El corazón de Alde se detuvo un instante y luego golpeó frenético contra sus costillas. Intentó retroceder, pero la puerta detrás de él se cerró de golpe, con un estrépito que vibró en sus huesos.
Los susurros crecían, transformándose en un coro de lamentos y gritos, una cacofonía de muerte y locura. Las sombras parecían estirarse hacia él, arrastrándolo a un abismo sin fondo. Sentía la respiración putrefacta rozándole la nuca, las garras invisibles arañando su piel.
Alde cayó de rodillas, los ojos abiertos como platos, incapaz de mirar a ningún lado sin ver fragmentos de carne desgarrada, rostros retorcidos, y un hambre que trascendía la muerte.
El reloj marcaba las 03:13, la hora en que la muerte no está en paz, cuando el vigilante se convirtió en la próxima víctima de aquel lugar maldito.
