El Último Aliento del Juguetero

Dicen que hay objetos que absorben algo más que polvo y tiempo. Absorben dolor. Absorben miedo. Absorben la maldad de quienes los rodearon.
En el corazón de un barrio olvidado, entre edificios abandonados y faroles que parpadean como si temieran la oscuridad que los rodea, existe una tienda de juguetes antiguos. Nadie la ha visto abierta, pero todos juran que estuvo alguna vez en funcionamiento. El cartel de madera cuelga de un solo clavo, balanceándose con un chirrido agudo incluso cuando no hay viento. La fachada está cubierta de hollín, y las ventanas están veladas por una capa de polvo tan densa que parece carne muerta.
Dentro, más allá de los pasillos llenos de juguetes que alguna vez hicieron reír a los niños —ahora inertes, deformados por el paso del tiempo— hay una puerta. Siempre está cerrada. Siempre. Y sin embargo, hay quienes dicen haberla encontrado entreabierta, como si alguien —o algo— los invitara a entrar.
Esa habitación no tiene nombre. Solo los más insensatos o los más desgraciados cruzaron su umbral. Dicen que al hacerlo, el aire se vuelve espeso como melaza, y el silencio adquiere un zumbido que se mete en los oídos y susurra cosas horribles.
Allí, en una esquina húmeda y ennegrecida por el moho, se encuentra una silla. Pequeña, de madera carcomida, apenas capaz de sostener el peso de su único ocupante. La muñeca.
Vestida con un traje de encaje amarillento, sucio, manchado de un líquido reseco y oscuro que parece haber goteado desde su cuello. Sus brazos están rígidos, pero torcidos como si se hubieran roto más de una vez. Su boca, entreabierta, deja ver unos pequeños dientes de porcelana que nunca debieron estar ahí. Pero lo peor son sus ojos. Dos cuentas de vidrio que reflejan la luz como los ojos de un animal muerto... o de uno que aún acecha.
Cada vez que la bombilla del techo —suspendida de un cable que parece una víscera colgante— parpadea, los ojos de la muñeca brillan. Y si uno los mira demasiado tiempo, juran que comienzan a moverse. Primero apenas un milímetro. Luego, toda la cabeza gira. Lentamente. Como si reconociera a quien la observa. Como si esperara.
Y detrás de ella, en la pared descascarada, hay una mancha. Una sombra oscura que no se va con el tiempo, ni con el agua, ni con fuego. Al principio parece solo una humedad. Pero cuando la luz parpadea, toma forma. Una cara. Larga, descompuesta, con una sonrisa que estira los labios más allá de lo humano. Los ojos son dos abismos de negrura. Es el rostro del juguetero.
Nadie sabe su nombre. Solo se cuentan historias. Que era un hombre sin familia, que hablaba solo, que fabricaba muñecos con piel de cerdo y los llenaba con cenizas. Que por las noches se escuchaban gritos apagados en la tienda, seguidos de risas agudas como agujas. Que una vez, una niña desapareció tras entrar allí. Nadie la volvió a ver, pero semanas después, la muñeca apareció. Sentada. En la misma silla. Llevaba un lacito rosa. Igual al que la niña usaba en el cabello.
Algunos dicen que la muñeca respira cuando nadie la mira. Que su boca se mueve. Que en susurros, llama a otros niños por su nombre. Y aquellos que se atreven a quedarse mucho tiempo en esa habitación, no salen igual. Si es que salen.
Porque cuando la luz finalmente se apaga por completo, la muñeca ya no está en la silla.
Y la puerta… queda abierta.