Aquello Que No Se Olvida

En aquella vieja casa, todos sus pasillos y habitaciones estaban adornados con espejos antiguos, opacos por el tiempo, cuarteados como si la verdad que contenían les pesara demasiado. Pero no eran espejos comunes. Eran heridas abiertas en el tejido del mundo. Cada marco, cada grieta en el vidrio, era una costura rota que no debía tocarse. Reflejaban cosas que no obedecían las leyes naturales: sombras detenidas al fondo del pasillo cuando no había nadie detrás, ojos que no parpadeaban, puertas que se abrían solo dentro del cristal.
En ellos se veían los rostros de quienes habían vivido allí mucho tiempo atrás, figuras difusas atrapadas en un bucle de espera silenciosa. Pero también —y sobre todo— reflejaban lo que nunca habías querido ver de ti mismo. No los recuerdos más terribles, sino los verdaderos. Aquellos que habías negado. Aquellos que, al enfrentarlos, ya no podías olvidar.
Algunos visitantes decían que, si te quedabas lo suficiente frente a uno de esos espejos, tu reflejo comenzaba a distorsionarse. Primero era sutil: una expresión errónea, una pupila que no respondía a la luz, una sonrisa que no sentías como tuya. Luego venía lo otro: imágenes imposibles, rostros sin nombre que parecían susurrarte algo desde dentro, recuerdos que no parecían tuyos pero que dolían como si lo fueran. Y a veces —solo a veces—, si tu alma estaba lo bastante desgastada, el reflejo no se quedaba en el cristal. Salía. No como un cuerpo, sino como una grieta que se extendía dentro de ti, hasta que ya no eras tú. O no del todo.
La joven lo sabía. Ella había vivido allí. Había dormido entre esas paredes que transpiraban humedad y susurros. Había jugado en corredores que cambiaban de forma cuando cerrabas los ojos. Había aprendido a no confiar en la luz ni en las sombras.
Había despertado allí.
Pero no era su cuna.
Era su jaula.
Y ahora estaba rota.
Rota como el espejo que una vez le devolvió algo que no era un reflejo. Una noche, años atrás —aunque los años dentro de la casa eran conceptos difusos—, se miró demasiado tiempo en el cristal del pasillo norte. Ese espejo nunca mostraba lo que debía. Su imagen no estaba sola. Alguien —algo— la acompañaba. Una figura con su rostro, pero con ojos completamente negros y una sonrisa que parecía hecha de cuchillas.
Ella no se movió. No retrocedió. Lo miró.
Y esa otra… se inclinó hacia adelante, tocando el interior del cristal con la palma. Luego, lentamente, levantó una mano y arrastró una uña contra la superficie del espejo, dejando una línea perfecta, roja, como si lo que arañara fuera carne y no vidrio.
Al instante, ella sintió la quemadura sobre el ojo izquierdo. Cayó al suelo, con un grito que nadie escuchó. La sangre le cubrió media cara. El corte era limpio, oblicuo, preciso. Como si una mano invisible hubiera cruzado el límite entre el reflejo y la carne. El espejo no se rompió. Pero su rostro sí.
No hubo cura. La herida se cerró con los días, pero la marca quedó, fina y profunda, como si alguien hubiese grabado su rostro con intención. Como si esa figura del espejo hubiese reclamado un derecho. No fue un accidente. Fue un sello.
Desde entonces, su ojo izquierdo ya no parpadeaba. Ya no respondía a la luz. Y aunque estaba ciego, veía cosas que el otro ojo no podía.
Después de eso, la casa cambió. Comenzó a susurrarle en sueños. Le hablaba de otros que habían sido marcados. Le contaba lo que ocurría cuando los espejos ya no contenían los secretos, sino que los liberaban. Ella dejó de hablar. De crecer. De esperar. Aprendió a escuchar.
Y una noche, cuando el silencio pesaba más que las paredes, lo entendió todo.
La casa no la había encerrado.La había estado preparando....