El Néctar de la Maldad

Detrás de ella, como un cadáver empotrado en la tierra, se alzaba el caserón. El viento no lo tocaba. La lluvia no lo limpiaba. Era un bloque inmóvil de sombra y madera podrida, un escenario que ya no respiraba, solo observaba… desde la nada. Allí había vivido. Allí había despertado. Pero no era su cuna. Era su jaula. Y estaba rota.
La joven permanecía inmóvil bajo la tormenta, de espaldas a aquella ruina sin alma. Sus trenzas negras, largas como serpientes dormidas, goteaban agua y mugre. El barro le cubría los pies desnudos, y en su mano derecha —larga, delgada, temblorosa no por frío, sino por hambre— sostenía el cáliz.
Su rostro era pálido como hueso desenterrado, salvo por una vieja cicatriz que le atravesaba el ojo derecho, desde la ceja hasta la mejilla. No estaba mal curada. Estaba marcada. Como si hubiese sido hecha a propósito. Como un recordatorio de algo que el mundo no debía olvidar… pero que había olvidado.
El ojo izquierdo, surcado por la cicatriz, no parpadeaba jamás.
Y cuando la joven alzó el cáliz, fue ese ojo el que pareció mirar al cielo —o más allá de él—, mientras el líquido negro temblaba dentro del recipiente.
Ella bebió.
Y no fue el bosque lo que se estremeció.
Fue la piel del mundo.
Las hojas se pudrieron al instante. Las raíces se secaron. El aire se volvió espeso, casi masticable. Animales invisibles chillaron desde los rincones de la oscuridad, y luego enmudecieron, como si una gran mano les hubiera aplastado la garganta.
Del caserón, ningún sonido. Ninguna respuesta.
Porque el caserón ya no era nada.
Ella era la fuerza.
La cicatriz brilló por un momento, como si una brasa ardiera bajo la piel. Y la joven sonrió, por primera vez.
No por alegría.
Sino porque lo recordaba todo.
Extendió la mano libre hacia la tierra, y esta se abrió con un crujido blando, como carne rajada. De las grietas surgieron dedos, después manos. Luego, cuerpos sin rostro, huesos cubiertos de harapos, antiguas cosas sin nombre. Todos temblaban frente a ella. No por devoción. Por instinto.
La joven no les miró. No lo necesitaba. Ellos no existían sin su voluntad.
Giró apenas el rostro, mostrando de lleno su cicatriz al mundo. El ojo izquierdo —muerto, pero más vivo que mil ojos humanos— se clavó en el horizonte.
Lo que venía no era un ejército.
No era un dios.
No era un castigo.
Era ella.
Y nadie recordaba su nombre porque el mundo lo había arrancado de sí para seguir adelante.
Pero la cicatriz…
…la cicatriz no olvidaba.