Dos mil años de oscuridad disfrazada de luz. De inquisiciones, cruzadas, penitencias y silencios obligados. El rebaño nunca fue amado, fue marcado, cercado, y conducido —una y otra vez— al matadero del alma. Las iglesias no son templos: son cámaras de eco donde resuena eternamente la voz de un dios que nunca contestó.
Un dios ausente. Un dios mudo. Un dios falso.
No está en los cielos. Nunca lo estuvo. Lo inventaron, lo moldearon con arcilla de necesidad y lo pintaron con la sangre de los inocentes. Lo alzaron sobre un trono invisible, inalcanzable, incuestionable. Lo hicieron juez y carcelero. Y la humanidad, rota, lo adoró... por miedo a morir, por terror a la nada. Sin notar que lo único divino en ese altar era el silencio que lo cubría.
La curia lo sabe. Ellos son los arquitectos del engaño. No sirven a Dios; lo administran como un producto, lo venden en trozos: indulgencias, hostias, dogmas, castigos. Son los cancerberos del pensamiento, los guardianes de la mentira sagrada. Usan túnicas bordadas con culpa y púrpura manchada por siglos de abuso, oro robado, y cuerpos enterrados bajo el peso de su hipocresía.
No hay redención. Solo control.
No hay cielo. Solo promesas vacías.
Y en el centro de todo... un trono vacío.
Y aún así, el rebaño marcha. Repite rezos como mantras, canta alabanzas a un eco hueco, levanta cruces mientras se hunde en la desesperación. Porque es más fácil creer en un dios ausente que aceptar que nunca hubo nadie allí arriba.
Cuando la última vela se consuma, cuando la última iglesia se derrumbe y el último aliento se escape de las páginas del dogma, quedará solo el polvo... y la amarga certeza de que todo fue mentira.
